Alguien por ahí

miércoles, 25 de octubre de 2017

Eli Rodríguez Poesía: Horas Pares

 
 
 
 
Va la intriga del día
a las 10 de la mañana
en el delantal de las horas pares.

Viene la merienda
el brazo caído de la moña
el cuaderno que respira
problemas de conducta.

Va la ráfaga de la noche
que proyecta el recuerdo en la pared

vuelve la escuela
la plaza 
el poro nublado 
la escenografía del padre ausente.

Viene el alfajor desgranado
que por años huele a jabón de ropa lavada
a mano.
Viene
va
vuelve
la mano de la abuela.

Eli Rodríguez Poesía: Una bondad

En ocasiones el fantasma
sobrevive a la vejez del alba
o interrumpe la siesta.
Echa al mar  la voluntad
de las voluntades
como un arte de otra razón.
Ilumina, pero no necesita del agua.
El fantasma hace grieta en serie
en video
o en documental.
Renuncia a la palabra. No la pronuncia.
Y en otro momento el fantasma
rodea la sangre.
Dalí y la Pesca del Atún
plateado y rojo
es de la red algún salto.
Allí el fantasma
es una bondad.



Mixturada Eli Rodríguez-Microrrelato presentado en Jornadas de Facultad de Humanidades GT 62 Memorias Indígenas y Afro

MIXTURADA
Eli Rodríguez1

Se despidió de su pueblo y de la abuela, no sin antes, saludar al dueño del almacén donde fue empleado desde los diez años. Salió a trabajar de niño porque se hacía difícil alimentar los primos que se habían quedado a vivir en el rancho de Avelina. Además de criar a varios nietos, era la curandera de Santa Clara. Venían de otros pueblos a sanar del empacho, mal de ojo y la culebrilla. Dolencias que aliviaba con latas y ungüentos de romero acompañadas de oraciones. Modo de curación que le había enseñado su madre esclava.
Luis, luego de tomar la decisión, compró alpargatas, boina negra y bombacha gris. Tenía camisa a cuadros espesa, porque le habían dicho que en Montevideo hacía frío. Su primo mayor comentaba que, cuando era chico había sido muy inquieto, en ocasiones se peleaba con el aire como si estuviera boxeando. Una noche se había metido en la oscuridad del monte para ver si se le aparecía un lobizón. Nada se le presentó. Esta experiencia lo hizo ateo. Él, solo creía en el hombre, en su obstinación y en el azar.  Para conseguir trabajo, el único problema que se le podía presentar, era el de la vista, ya que de recién nacido su madre le había quemado los ojos con limón, con la supuesta intención de abrirlos y hacerle más transparente la mirada.
Llegó a Montevideo en tren, lo contrataron como mozo en un hotel donde tenía asegurado el lugar para dormir y el plato de comida. De a poco fue conociendo la ciudad pero, había un barrio que le generaba singular interés, el Cerro, que en los diarios aparecía, como  noticia, por las revueltas gestadas en las huelgas de los frigoríficos. No comprendía esos líos que generaban los anarquistas o los comunistas, que  eran según su parecer, lo mismo, porque le habían dicho en sus pagos que él era blanco hasta los tuétanos, aunque él era negro hasta el alma.
En Santa Clara de Olimar, no había podido entrar, al baile de los blancos. Tampoco, ninguna negrita lo había mirado y eso le quedó como algo pendiente en la vida. Sin embargo, pensándolo bien, no fue  tan así, porque él comentaba que si se hubiese ennoviado con la Clota, que se casó con su amigo el negro Hortensio, hubiese tenido once hijos y no se imaginaba cómo hubiese parado la olla de una familia tan numerosa.
Al llegar a Montevideo se reencontró con su padre, Luisito, que trabajaba como panadero, quien le hizo conocer al barrio de los titulares del diario. Allí, iba a visitar a su otro hijo, Horacio, porque la madre de este, lo había llevado al llamado Consejo del Niño o sea al asilo, para que una cuidadora se hiciera cargo, ya que ejercía la prostitución y no disponía ni de tiempo ni de voluntad para la dedicación que requería la crianza de su hijo.
Doña Leonarda, era cuidadora del Consejo del niño, usaba pelo recogido canoso, batón con saco de lana y sobretodo negro cuando salía a cobrar la jubilación en un barco que la trasladaba al centro de la ciudad. Era bastante enferma y adicta al alcohol. Su carácter fuerte y directo, le hacía decir lo que se le ocurría no importando las consecuencias. Crió a nueve niños, que fueron muy poco a la escuela, porque según afirmaba, lo más importante de la vida no se aprende en la escuela. Ella había organizado la vida de esos niños, unos en cuanto al trabajo, otros en cuanto al casamiento. Todos sus hijos de crianza, con diversos destinos, desde un psicótico que gritaba una misma palabra durante el día entero hasta  un hijo desaparecido en Argentina por pertenecer al Ejército Revolucionario del Pueblo, el flaco Pepe, de apellido Páez.
La que quedó abocada a cuidar a Doña Leonarda fue Teresita, como también a soportar su delirio etílico. Cuando en una de las visitas Luisito fue con Luis, se vieron con esa muchacha flaquita y sucedió lo que se llama, amor a primera vista. Doña Leonarda al percibir, en los sucesivos encuentros, que el juego de miradas y los piropos, iban en aumento, le dijo a su hija:
No pienses que soy tonta. Ya los vi, miradas para aquí y miradas para allá. ¿Cómo te vas a involucrar con un negro?
A lo que Teresita le respondió:
Yo no me involucro, yo lo quiero.
Esta respuesta contundente hizo que Doña Leonarda advirtiera que iban a seguir adelante, se volvió una alcohólica empedernida, que durante el día gritaba a la joven sin motivos. Pasó de ser la hija preferida a ser la sirvienta más ultrajada. Doña Leonarda, se sentía herida.Traicionada por la única niña que había criado.
En una ocasión, la agarró del pelo y la arrastró hasta el espejo que estaba encima de la cómoda. En medio del cuarto oscuro y húmedo, propio de las casillas de madera y chapa, tomó su petaca de la mesa de luz y se la volcó por el cuerpo, mientras le decía:
¿A vos te parece que yo merecía esto? —con tono inquietante.
Ella se quedaba quieta, porque la conocía y sabía que la situación podía agravarse.
¡Si esto fuera queroseno, te rosearía para que no caigas en manos de ese negro sucio, venido de esos ranchos pobres del interior, de esos pueblos perdidos que nadie conoce! ¡Te quería para otra cosa a vos!
De inmediato, se suspendieron las visitas. El padre de Horacio no pudo ver a su hijo por razones que Doña Leonarda tramó ante las instituciones, con la suficiente convicción como para no permitir las visitas. Luisito, deseoso de ejercer su paternidad, iba hasta el Cerro y desde una cuadra, miraba cuando su hijo jugaba en la calle o tocaba los tambores.
Estuvieron, largo tiempo sin hablar del tema. Grandes restricciones para Teresita y grandes prohibiciones para Luis. Pero, como la prohibición produce deseo, ellos siguieron viéndose a escondidas. En esos encuentros, ella quedó embarazada. Unos meses antes que naciera su hija, se fueron a vivir a la pieza de un conventillo. Al nacer, Horacio, hermano de ambos, se fue a vivir con ellos. Entre todos fueron criando a la niña. La familia de los negros, le decían a Luis ya sea a solas como también delante de Teresita:
¡Mirá lo que trajiste a la familia! ¡Ahora se mezcla todo! ¡Ella es una cara pálida! —señalándola. Entonces, ella se iba a los recuerdos, a sus hermanos de crianza, como solemos hacer las personas cuando nos sentimos  desvalidas, imaginamos abrazos nos protegen. Mientras tanto, la niña escuchaba y se decía mi madre no es pálida, mi madre solo es flaquita.
Ellos soportaron estos embates. Eran jóvenes. ¿Quién dijo que la juventud no tiene fortaleza o que necesitan de la ayuda de un adulto para afirmar sus convicciones? Ambos, estaban de nuevo abandonados, pero fortalecidos por su hija. Una vez al mes y un fin de semana, la niña iba a la casa de las tías del padre. Cuando iba a lo de las tías negras, era otra fiesta. Recuerda la niña que le miraban los rasgos y decían:
¡Es nuestra, tiene los pómulos, los ojos, la boca y la nariz! —Mientras, las manos negras, de la tía Flora repasaban el rostro de la sobrina nieta – y seguían:
¡Vení, Rosita!¡Mirá!¡Vení a ver, ...es nuestra!
Luego, la tomaban de la mano y la ubicaban entre ellas, caminaban unos pasos hacia el comedor y miraban la imagen del indio, que después supo la niña que era un caboclo. Tomadas de la mano, decían: ¡Nuestra sobrina, sal de nuestra sal,... mira por nuestra sangre negra! ¡Sal de nuestra estirpe! Bajaban la cabeza y la tía más vieja, rociaba con agua de rosas y ruda en las trenzas crespas. La niña intentaba mirar al indio, pero la vista se desviaba a las ollas de la cocina. Se le hacía agua la boca. La esperaban grandes picadas, con variadas salsas, carne de cerdo con salsa de ciruelas acarameladas, boniato al horno, zapallo en almíbar con clavo de olor y arroz con leche con huevo y canela.
A la noche dormía en un colchón mullido y con la panza llena de comidas de negros. Un aroma de colores y música la dormían cuando se le aparecía un interrogante que en la voz del indio, le decía:
¿Por qué tu madre te deja en la puerta y no entra?
Cuando esa pregunta comenzaba a repetirse, la madre la venía a buscar, ya era  domingo de tarde. Teresita tenía las manos manchadas de crayón, había salido de pintada o habían estado con el mimeógrafo haciendo volantes. Cuando se iban en el ómnibus, rumbo al conventillo, le iba contando historias. Iban reconociendo las calles, y los barrios que recorría el ómnibus. La madre le contaba que vivían al oeste de la ciudad y que la felicidad de los niños también dependía de dónde habían nacido. Luego, contaba historias de unos perros o de un robot que volaba hasta las nubes. Y la niña le preguntaba:
¿Cómo? —sorprendida— a lo que la madre le respondía:
Fácil, soñando. Solo hay que soñarlo. Viste cuando papá se va a militar y te dice: a veces no estoy, porque quiero que los niños del mundo sean felices y puedan comer. — la niña escuchaba con mucho interés.
Ese es el sueño nuestro, el de tu padre y el mío.
La niña pensaba en esas palabras y las combinaba jugando; soñando... yo soy del vientre... salero de mi madre y de las tías negras...y de una estirpe.Todos los niños negros del mundo tienen que comer.
Cuando se iban acercando a la pieza del conventillo, un vecino avisó a la madre que habían baleado a un compañero y que las trabajadoras de Everfit estaban ocupando la fábrica. Palabras y más palabras se sucedían, consignas en coros que señalaban el Palacio Legislativo diciendo: “Ahí están, esos son, los que funden la nación”. Pancartas con las que se iban uniendo las letras, “Vecinos: Hoy nos reunimos contra la carestía” donde la niña aprendió la importancia de la V y la c. Tuvo que repasarlas en color negro y rojo. Se armaba con las palabras una historia, como la de mi niña en esta mujer. Una memoria que enreda el sueño, lo desplaza y lo amalgama, porque lo puro solo proviene de la misteriosa lengua de los caboclos.


1 REDAFU (Red de Escritores/as y
Creadores/as Afrodescendientes)