MIXTURADA
Eli
Rodríguez
Se
despidió de su pueblo y de la abuela, no sin antes, saludar al dueño
del almacén donde fue empleado desde los diez años. Salió a
trabajar de niño porque se hacía difícil alimentar los primos que
se habían quedado a vivir en el rancho de Avelina. Además de criar
a varios nietos, era la curandera de Santa Clara. Venían de otros
pueblos a sanar del empacho, mal de ojo y la culebrilla. Dolencias
que aliviaba con latas y ungüentos de romero acompañadas de
oraciones. Modo de curación que le había enseñado su madre
esclava.
Luis,
luego de tomar la decisión, compró alpargatas, boina negra y
bombacha gris. Tenía camisa a cuadros espesa, porque le habían
dicho que en Montevideo hacía frío. Su primo mayor comentaba que,
cuando era chico había sido muy inquieto, en ocasiones se peleaba
con el aire como si estuviera boxeando. Una noche se había metido en
la oscuridad del monte para ver si se le aparecía un lobizón. Nada
se le presentó. Esta experiencia lo hizo ateo. Él, solo creía en
el hombre, en su obstinación y en el azar. Para
conseguir trabajo, el único problema que se le podía presentar, era
el de la vista, ya que de recién nacido su madre le había quemado
los ojos con limón, con la supuesta intención de abrirlos y hacerle
más transparente la mirada.
Llegó
a Montevideo en tren, lo contrataron como mozo en un hotel donde
tenía asegurado el lugar para dormir y el plato de comida.
De a poco fue conociendo la
ciudad pero, había un barrio que le generaba singular interés, el
Cerro, que en los diarios aparecía, como noticia, por las
revueltas gestadas en las huelgas de los frigoríficos. No comprendía
esos líos
que generaban los anarquistas o los comunistas, que eran según
su parecer, lo mismo, porque le habían dicho en sus pagos que él
era blanco hasta los tuétanos, aunque él era negro hasta el
alma.
En
Santa Clara de Olimar, no había podido entrar, al baile de los
blancos. Tampoco, ninguna negrita
lo había
mirado y eso le quedó como algo pendiente en la vida. Sin embargo,
pensándolo bien, no fue tan así, porque él comentaba que si
se hubiese ennoviado con la
Clota, que
se casó con su amigo el negro
Hortensio,
hubiese tenido once hijos y no se imaginaba cómo hubiese parado la
olla de una familia tan numerosa.
Al
llegar a Montevideo se reencontró con su padre, Luisito, que
trabajaba como panadero, quien le hizo conocer al barrio de los
titulares del diario. Allí, iba a visitar a su otro hijo, Horacio,
porque la madre de este, lo había llevado al llamado Consejo del
Niño o sea al asilo, para que una cuidadora se hiciera cargo, ya que
ejercía la prostitución y no disponía ni de tiempo ni de voluntad
para la dedicación que requería la crianza de su hijo.
Doña
Leonarda, era cuidadora del Consejo del niño, usaba pelo recogido
canoso, batón con saco de lana y sobretodo negro cuando salía a
cobrar la jubilación en un barco que la trasladaba al centro de la
ciudad. Era bastante enferma y adicta al alcohol. Su carácter fuerte
y directo, le hacía decir lo que se le ocurría no importando las
consecuencias. Crió
a nueve niños, que fueron muy poco a la escuela, porque según
afirmaba, lo
más importante de la vida no se aprende en la escuela.
Ella había organizado la vida de esos niños, unos en cuanto al
trabajo, otros en cuanto al casamiento. Todos sus hijos de crianza,
con diversos destinos, desde un psicótico que gritaba una misma
palabra durante el día entero hasta un hijo desaparecido en
Argentina por pertenecer al Ejército Revolucionario del Pueblo, el
flaco Pepe,
de
apellido Páez.
La
que quedó abocada a cuidar a Doña Leonarda fue Teresita, como
también a soportar su delirio etílico. Cuando en una de las visitas
Luisito fue con Luis, se vieron con esa muchacha flaquita y sucedió
lo que se llama, amor a primera vista. Doña Leonarda al percibir, en
los sucesivos encuentros, que el juego de miradas y los piropos, iban
en aumento, le dijo a su hija:
— No
pienses que soy tonta. Ya los vi, miradas para aquí y miradas para
allá. ¿Cómo te vas a involucrar con un negro?
A
lo que Teresita le respondió:
— Yo
no me involucro, yo lo quiero.
Esta
respuesta contundente hizo que Doña Leonarda advirtiera que iban a
seguir adelante, se volvió una alcohólica empedernida, que durante
el día gritaba a la joven sin motivos. Pasó de ser la hija
preferida a ser la sirvienta más ultrajada. Doña Leonarda, se
sentía herida.Traicionada por la única niña que había criado.
En
una ocasión, la agarró del pelo y la arrastró hasta el espejo que
estaba encima de la cómoda. En medio del cuarto oscuro y húmedo,
propio de las casillas de madera y chapa, tomó su petaca de la mesa
de luz y se la volcó por el cuerpo, mientras le decía:
— ¿A
vos te parece que yo merecía esto? —con tono inquietante.
Ella
se quedaba quieta, porque la conocía y sabía que la situación
podía agravarse.
—¡Si
esto fuera queroseno, te rosearía para que no caigas en manos de ese
negro sucio, venido de esos ranchos pobres del interior, de esos
pueblos perdidos que nadie conoce! ¡Te quería para otra cosa a vos!
De
inmediato, se suspendieron las visitas. El padre de Horacio no pudo
ver a su hijo por razones que Doña Leonarda tramó ante las
instituciones, con la suficiente convicción como para no permitir
las visitas. Luisito, deseoso de ejercer su paternidad, iba hasta el
Cerro y desde una cuadra, miraba cuando su hijo jugaba en la calle o
tocaba los tambores.
Estuvieron,
largo tiempo sin hablar del tema. Grandes restricciones para Teresita
y grandes prohibiciones para Luis. Pero, como la prohibición produce
deseo, ellos siguieron viéndose a escondidas. En esos encuentros,
ella quedó embarazada. Unos meses antes que naciera su hija, se
fueron a vivir a la pieza de un conventillo. Al nacer, Horacio,
hermano de ambos, se fue a vivir con ellos. Entre todos fueron
criando a la niña. La familia de los negros, le decían a Luis ya
sea a solas como también delante de Teresita:
— ¡Mirá
lo que trajiste a la familia! ¡Ahora se mezcla todo! ¡Ella es una
cara pálida! —señalándola. Entonces, ella se iba a los
recuerdos, a sus hermanos de crianza, como solemos hacer las personas
cuando nos sentimos desvalidas, imaginamos abrazos nos
protegen. Mientras tanto, la niña escuchaba y se decía mi
madre no es pálida, mi madre solo es flaquita.
Ellos
soportaron estos embates. Eran jóvenes. ¿Quién dijo que la
juventud no tiene fortaleza o que necesitan de la ayuda de un adulto
para afirmar sus convicciones? Ambos, estaban de nuevo abandonados,
pero fortalecidos por su hija. Una vez al mes y un fin de semana, la
niña iba a la casa de las tías del padre. Cuando iba a lo de las
tías negras,
era otra fiesta. Recuerda la niña que le miraban los rasgos y
decían:
— ¡Es
nuestra, tiene los pómulos, los ojos, la boca y la nariz! —Mientras,
las manos negras, de la tía Flora repasaban el rostro de la sobrina
nieta – y seguían:
— ¡Vení,
Rosita!¡Mirá!¡Vení a ver, ...es nuestra!
Luego,
la tomaban de la mano
y la ubicaban entre ellas, caminaban unos pasos hacia el comedor y
miraban la imagen del
indio, que
después supo la niña que era un caboclo. Tomadas de la mano,
decían: ¡Nuestra
sobrina, sal de nuestra sal,... mira por nuestra sangre negra! ¡Sal
de nuestra estirpe!
Bajaban la cabeza y la tía más vieja, rociaba con agua de rosas y
ruda en las trenzas crespas. La niña intentaba mirar al
indio,
pero la vista se desviaba a las ollas de la cocina. Se le hacía agua
la boca. La esperaban grandes picadas, con variadas salsas, carne de
cerdo con salsa de ciruelas acarameladas, boniato al horno, zapallo
en almíbar con clavo de olor y arroz con leche con huevo y canela.
A
la noche dormía en un colchón mullido y con la panza llena de
comidas de negros. Un aroma de colores y música la dormían cuando
se le aparecía un interrogante que en la voz del indio, le
decía:
—¿Por
qué tu madre te deja en la puerta y no entra?
Cuando
esa pregunta comenzaba a repetirse, la madre la venía a buscar, ya
era domingo de tarde. Teresita tenía las manos manchadas de
crayón, había salido de pintada o habían estado con el mimeógrafo
haciendo volantes. Cuando se iban en el ómnibus, rumbo al
conventillo, le iba contando historias. Iban reconociendo las calles,
y los barrios que recorría el ómnibus. La madre le contaba que
vivían al oeste de la ciudad y que la felicidad de los niños
también dependía de dónde habían nacido. Luego, contaba historias
de unos perros o de un robot que volaba hasta las nubes. Y la niña
le preguntaba:
—¿Cómo?
—sorprendida— a lo que la madre le respondía:
— Fácil,
soñando. Solo hay que soñarlo. Viste cuando papá se va a militar y
te dice: a
veces no estoy, porque quiero que los niños del mundo sean felices y
puedan comer. — la
niña escuchaba con mucho interés.
— Ese
es el sueño nuestro, el de tu padre y el mío.
La
niña pensaba en esas palabras y las combinaba jugando; soñando...
yo soy del vientre... salero de mi madre y de las tías negras...y de
una estirpe.Todos los niños negros del mundo tienen que comer.
Cuando
se iban acercando a la pieza del conventillo, un vecino avisó a la
madre que habían baleado a un compañero y que las trabajadoras de
Everfit estaban ocupando la fábrica. Palabras y más palabras se
sucedían, consignas en coros que señalaban el Palacio Legislativo
diciendo: “Ahí
están, esos son, los que funden la nación”.
Pancartas con las que se iban uniendo las letras, “Vecinos: Hoy nos
reunimos contra la carestía” donde la niña aprendió la
importancia de la V y la c. Tuvo que repasarlas en color negro y
rojo. Se armaba con las palabras
una historia, como la
de mi niña en esta mujer. Una memoria que enreda el sueño, lo
desplaza y lo amalgama, porque lo puro solo proviene de la misteriosa
lengua de los caboclos.